viernes, 22 de enero de 2010

Soledad

De pronto ahí estaba. Seca y honesta. La detesté. Quería seguir corriendo. Quería seguir luchando. Pero la vi. Me quitó todas mis relaciones. A veces uno habla y cree estar desapegado. No pude hacerme pendejo. Ni siquiera pude llorar. No es celosa, es cruel. Ella es la única ley. Necesito una inmensa fuerza para seguirla en cada momento. Necesito la oscuridad de la inteligencia y la luz de la atención.
No seguirla es imposible. Querer seguirla es imposible.
Da puñetazos. Me quita para regalarme. Me invita para derrumbarme.
Siempre está callada. Siempre callada.
Es inimaginable el cuidado que me tiene.
Me va dejando solo. Cada día más solo.
Me va labrando, me está acotando la vida a un sólo momento.
Y cuando creí haberme establecido en un eterno minuto, habló.
Soy el amor que crece dentro de tí,
soy la alegría mortal que hace crecer plantas y flores en el jardín de tu soledad.
Soy tú, aquel del que huyes, con el que siempre estás.
La miré, me miró, y entendí que esto es sólo el comienzo.
El comienzo de mi autodestrucción. El comienzo del fin.
Seguí caminando entonces, viendo cómo mis pies daban pasitos,
ya casi sin miedo, y acepté cada pasito como lo que es,
inconmensurable, incognoscible. Y me reí y lloré. Y grité y bailé. Y me reconocí como lo que soy. Y mi corazón encontró serenidad en su templo.

Deva

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